domingo, 31 de julio de 2011

LOS CARACTERES MEDIOCRES I. Hombres y sombras. - II. La domesticación de los mediocres. - III. La vanidad. - IV. La dignidad.

I. HOMBRES Y SOMBRAS

Desprovistos de alas y de penacho, los caracteres mediocres son incapaces de volar hasta una cumbre o de batirse contra un rebaño. Su vida es perpetua complicidad con la ajena. Son hueste mercenaria del primer hombre firme que sepa uncirlos a su yugo. Atraviesan el mundo cuidando su sombra e ignorando su personalidad. Nunca llegan a individualizarse: ignoran el placer de exclamar "yo soy", frente a los demás. No existen solos. Su amorfa estructura los obliga a borrarse en una raza, en un pueblo, en un partido, en una secta, en una bandería: siempre a embadurnarse de otros. Apuntalan todas las doctrinas y prejuicios, consolidados a través de siglos. Así medran. Siguen el camino de las menores resistencias, nadando a favor de toda corriente y variando con ella; en su rodar aguas abajo no hay mérito: es simple incapacidad de nadar aguas arriba. Crecen porque saben adaptarse a la hipocresía social, como las lombrices a la entraña.

Son refractarios a todo gesto digno; le son hostiles. Conquistan "honores" y alcanzan "dignidades", en plural; han inventado el inconcebible plural del honor y de la dignidad, por definición singulares e inflexibles. Viven de los demás y para los demás: sombras de una grey, su existencia es el accesorio de focos que la proyectan. Carecen de luz, de arrojo, de fuego, de emoción. Todo es, en ellos, prestado.

Los caracteres excelentes ascienden a la propia dignidad nadando contra todas las corrientes rebajadoras, cuyo reflujo resisten con tesón. Frente a los otros se les reconoce de inmediato, nunca borrados por esa brumazón moral en que aquéllos se destiñen. Su personalidad es todo brillo y arista:
 
"Firmeza y luz, como cristal de roca"breves palabras que sintetizan su definición perfecta. No la dieron mejor Teofrasto o Bruyére. Han creado su vida y servido un Ideal, perseverando en la ruta, sintiéndose dueños de sus acciones, templándose por grandes esfuerzos: seguros en sus creencias, leales a sus afectos, fieles a su palabra. Nunca se obstinan en el error, ni traicionan jamás a la verdad. Ignoran el impudor de la inconstancia y la insolencia de la ingratitud. Pujan contra los obstáculos y afrontan las dificultades. Son respetuosos en la victoria y se dignifican en la derrota como si para ellos la belleza estuviera en la lid y no en su resultado. Siempre, invariablemente, ponen la mirada alto y lejos; tras lo actual fugitivo divisan un Ideal más respetable cuanto más distante. Estos optimates son contados; cada uno vive por un millón. Poseen una firme línea moral que les sirve de esqueleto o armadura. Son alguien. Su fisonomía es la propia y no puede ser de nadie más; son inconfundibles, capaces de imprimir su sello indeleble en mil iniciativas fecundas. Las gentes domesticadas los temen, como la llaga al cauterio; sin advertirlo, empero, los adoran con su desdén. Son los verdaderos amos de la sociedad, los que agreden el pasado y preparan el porvenir, los que destruyen y plasman. Son los actores del drama social, con energía inagotable. Poseen el don de resistir a la rutina y pueden librarse de su tiranía niveladora. Por ellos la Humanidad vive y progresa. Son siempre excesivos; centuplican las cualidades que los demás sólo poseen en germen. La hipertrofia de una idea o de una pasión los hace inadaptables d su medio, exagerando su pujanza; mas, para la sociedad, realizan una función armónica y vital. Sin ellos se inmovilizaría el progreso humano, estancándose como velero sorprendido en alta mar por la bonanza. De ellos, solamente de ellos, suelen ocuparse la historia y el arte, interpretándolos como arquetipos de la Humanidad.

El hombre que piensa con su propia cabeza y la sombra que refleja los pensamientos ajenos, parecen pertenecer a mundos distintos. Hombres y sombras: difieren como el cristal y la arcilla.

El cristal tiene una forma preestablecida en su propia composición química; cristaliza en ella o no, según los casos; pero nunca tomará otra forma que la propia. Al verlo sabemos que lo es, inconfundiblemente. De igual manera que el hombre superior es siempre uno, en sí, aparte de los demás. Si el clima le es propicio conviértese en núcleo de energías sociales, proyectando sobre el medio sus características propias, a la manera del cristal que en una solución saturada provoca nuevas cristalizaciones semejantes a sí mismo, creando formas de su propio sistema geométrico. La arcilla, en cambio, carece de forma propia y toma la que le .imprimen las circunstancias exteriores, los seres que la presionan o las cosas que la rodean; conserva el rastro de todos los surcos y el hoyo de todos los dedos, como la cera, como la masilla; será cúbica, esférica o piramidal, según la modelen. Así los caracteres mediocres: sensibles a las coerciones del medio en que viven, incapaces de servir una fe o una pasión.

Las creencias son el soporte del carácter; el hombre que las posee firmes y elevadas, lo tiene excelente. Las sombras no creen. La personalidad está en perpetua evolución y el carácter individual es su delicado instrumento; hay que templarlo sin descanso en las fuentes de la cultura y del amor. Lo que heredamos implica cierta fatalidad, que la educación corrige y orienta. Los hombres están predestinados a conservar su línea propia entre las presiones coercitivas de la sociedad; las sombras no tienen resistencia, se adaptan a las demás hasta desfigurarse, domesticándose. El carácter se expresa por actividades que constituyen la conducta. Cada ser humano tiene el correspondiente a sus creencias; si es "firmeza y luz", como dijo el poeta, la firmeza está en los sólidos cimientos, de su cultura y la luz en su elevación moral.

Los elementos intelectuales no bastan para determinar su orientación; la febledad del carácter depende tanto de la consistencia moral como de aquéllos, o más. Sin algún ingenio, es imposible ascender por los senderos de la virtud; sin alguna virtud son inaccesibles los del ingenio. En la acción van de consuno. La fuerza de las creencias está en no ser puramente racionales; pensamos con el corazón y con la cabeza. Ellas no implican un conocimiento exacto a de la realidad; son simples juicios a su respecto, susceptibles de ser corregidos o reemplazados. Son instrumentos actuales; cada creencia es una opinión contingente y provisional. Todo juicio implica una afirmación. Toda negación es, en sí mismo, afirmativa; negar es afirmar una negación. La actitud es idéntica: se cree lo que se afirma o se niega. Lo contrario de la afirmación no es la negación, es la duda. Para afirmar o negar es indispensable creer. Ser alguien es creer intensamente; pensar es creer; amar es creer; odiar es creer; vivir es creer.

Las creencias son los móviles de toda actividad humana. No necesitan ser verdades: creemos con anterioridad a todo razonamiento y cada nueva noción es adquirida a través de creencias ya preformadas. La duda debiera ser más común, escaseando los criterios de certidumbre lógica; la primera actitud, sin embargo, es una adhesión a lo que se presenta a nuestra experiencia. La manera primitiva de pensar las cosas consiste en creerlas tales como las sentimos; los niños, los salvajes, los ignorantes y los espíritus débiles son accesibles a todos los errores, juguetes frívolos de las personas, las cosas y las circunstancias. Cualquiera desvía los bajeles sin gobierno. Esas creencias son como los clavos que se meten de un solo golpe; las convicciones firmes entran como los tornillos, poco a poco, a fuerza de observación y de estudio. Cuesta más trabajo adquirirlas; pero mientras los clavos ceden al primer estrujón vigoroso, los tornillos resisten y mantienen de pie la personalidad. El ingenio y la cultura corrigen las fáciles ilusiones primitivas y las rutinas impuestas por la sociedad al individuo: la amplitud del saber permite a los hombres formarse ideas propias. Vivir arrastrado por las ajenas equivale a no vivir. Los mediocres son obra de los demás y están en todas partes: manera de no ser nadie y no estar en ninguna.
Sin unidad no se concibe un carácter. Cuando falta, el hombre es amorfo o inestable; vive zozobrando como frágil barquichuelo en un océano. Esa unidad debe ser efectiva en el tiempo; depende, en gran parte, de la coordinación de las creencias. Ellas son fuerzas dinamógenas y activas, sintetizadoras de la personalidad. La historia natural del pensamiento humano sólo estudia creencias, no certidumbres. La especie, las razas, las naciones, los partidos, los grupos, son animados por necesidades materiales que los engendran, más o menos conformes a la realidad, pero siempre determinantes de su acción. Creer es la forma natural de pensar para vivir.

La unidad de las creencias permite a los hombres obrar de acuerdo con el propio pasado: es un hábito de independencia y la condición del hombre libre, en el sentido relativo que el determinismo consiente. Sus actos son ágil es y rectilíneos, pueden preverse en cada circunstancia; siguen sin vacilaciones un camino trazado: todo concurre a que custodien su dignidad y se formen un ideal. Siempre están prontos para el esfuerzo y lo realizan sin zozobra. Se sienten libres cuando rectifican sus yerros y más libres aún al manejar sus pasiones. Quieren ser independientes de, todos, sin que ello les impida ser tolerantes: el precio de su libertad no lo ponen en la sumisión de los demás.

Siempre hacen lo que quieren, pues sólo quieren lo que está en sus fuerzas realizar. Saben pulir la obra de sus educadores y nunca creen terminada la propia cultura. Diríase que ellos mismos se han hecho como son, viéndoles recalcar en todos los actos el propósito de asumir su responsabilidad.

Las creencias del Hombre son hondas, arraigadas en vasto saber; le sirven de timón seguro para marchar por una ruta que él conoce y no oculta a los demás; cuando cambia de rumbo es porque sus creencias de la Sombra son surcos arados en el agua; cualquier ventisca las desvía; su opinión es tornadiza como veleta y sus cambios obedecen a solicitaciones groseras de conveniencias inmediatas. Los Hombres evolucionan según varían sus creencias y pueden cambiarlas mientras siguen aprendiendo; las Sombras acomodan las propias a sus apetitos y pretenden encubrir la indignidad con el nombre de evolución. Si dependiera de ellas, esta última equivaldría a desequilibrio o desvergüenza; muchas veces a traición.

Creencias firmes, conducta firme. Ése es el criterio para apreciar el carácter: las obras. Lo dice el bíblico poema: ludicaberis ex operibus vestris, seréis juzgados por vuestras obras. ¡Cuántos hay que parecen hombres y sólo valen por las posiciones alcanzadas en las piaras mediocráticas! Vistos de cerca, examinadas sus obras, son menos que nada, valores negativos. Sombras.


II. LA DOMESTICACIÓN DE LOS MEDIOCRES

Gil Blas de Santillana es una sombra: su vida entera es un proceso continuo de domesticación social. Si alguna línea propia permitía diferenciarle de su rebaño, todo el estercolero social se vuelca sobre él para borrarla, complicando su insegura unidad en una cifra inmensa. El rebaño le ofrece infinitas ventajas. No sorprende que él la acepte a cambio de ciertos renunciamientos compatibles con su estructura moral. No le exige cosas inverosímiles; bástale su condescendencia pasiva, su alma de siervo.

Mientras los hombres resisten las tentaciones, las sombras resbalan por la pendiente; si alguna partícula de originalidad les estorba, la eliminan para confundirse mejor en los demás. Parecen sólidas y se ablandan, ásperas y se suavizan, ariscas y se amansan, calurosas y se entibian, resplandecientes y se opacan, ardientes y se apaciguan, viriles y se afeminan, erguidas y se achatan. Mil sórdidos lazos las acechan desde que toman contacto con sus símiles: aprenden a medir sus virtudes y a practicarlas con parsimonia. Cada apartamiento les cuesta un desengaño, cada desvío les vale una desconfianza. Amoldan su corazón a los prejuicios y su inteligencia a las rutinas: la domesticación les facilita la lucha por la vida.

La mediocridad teme al digno y adora al lacayo. Gil Blas le encanta; simboliza al hombre práctico que de toda situación saca partido y en toda villanía tiene provecho.

Persigue a Stockmann, el enemigo del pueblo, con todo afán como pone en admirar a Gil Blas: le recoge en la cueva de bandoleros y le encumbra favorito en las cortes. Es un hombre de corcho: flota. Ha sido salteador, alcahuete, ratero, prestamista, asesino, estafador, fementido, ingrato, hipócrita, traidor, político; tan varios encenagamientos no le impiden ascender y otorgar sonrisas desde su comedero. Es perfecto en su género. Su secreto es simple: es un animal doméstico. Entra al mundo como siervo y sigue siendo servil hasta la muerte, en todas las circunstancias y situaciones: nunca tiene un gesto altivo, jamás acomete de frente un obstáculo.

El buen lenguaje clásico llamaba doméstico a todo hombre que servía. Y era justo. El hábito de la servidumbre trae consigo sentimientos de domesticidad, en los cortesanos lo mismo que en los pueblos. Habría que copiar por entero el elocuente ‘’Discurso sobre la servidumbre voluntaria’’, escrito por La Boetie en su adolescencia y cubierto de gloria por el admirativo elogio de Montaigne. Desde él miles de páginas fustigan la subordinación a los dogmatismos sociales, al acatamiento incondicional de los prejuicios admitidos, el respeto de las jerarquías adventicias, la disciplina ciega a la imposición colectiva, el homenaje decidido a todo lo que representa el orden vigente, la sumisión sistemática a la voluntad de los poderosos: todo lo que; refuerza la domesticación y tiene por consecuencia inevitable el servilismo.

Los caracteres excelentes son indomesticables: tienen su norte puesto en su Ideal. Su "firmeza" los sostiene; su "luz" los guía. Las sombras, en cambio, degeneran. Fácilmente se licua la cera; jamás el cristal pierde su arista. Los mediocres encharcan su sombra cuando el medio los instiga; los superiores se encumbran en la misma proporción en que se rebaja su ambiente. En la dicha y en la adversidad, amando y depreciando, entre risas y entre lágrimas, cada hombre firme tiene un modo peculiar de comportarse, que es su síntesis: su carácter. Las sombras no tienen esa unidad de conducta que permite prever el gesto en todas las ocasiones.

Para Zenón, el estoico, el carácter es fuente de la vida y manan de él todas nuestras acciones. Es buen decir, pero impreciso. En sus definiciones los moralistas no concuerdan con los psicólogos: aquéllos catonizan como predicadores, y éstos describen como naturalistas. El carácter es una síntesis: hay que insistir en ello. Es un exponente de toda la personalidad y no de algún elemento aislado. En los mismos filósofos, que desarrollan sus aptitudes de modo parcial, el carácter parecería depender exclusivamente de condiciones intelectuales; vano error, pues su conducta es el trasunto de cien otros factores. Pensar es vivir. Todo ideal humano implica una asociación sistemática de la moral y de la voluntad, haciendo converger a su objeto los más vehementes anhelos de perfección. El investigador de una verdad se sobrepone a la sociedad en que vive: trabaja para ésta y piensa por todos, anticipándose, contrariando sus rutinas. Tiene una personalidad social, adaptada para las funciones que no puede ejercitar en una ermita; pero sus sentimientos sociales no le imponen complicidad en lo turbio. En su anastomosis con los demás conserva libres el corazón y el cerebro mediante algo propio que nunca se desorienta: el que posee un carácter no se domestica.

Gil Blas medra entre los hombres desde que la humanidad existe; han protestado contra él los idealistas de todos los tiempos. Los románticos, envueltos en sublime desdén, han enfestado contra los temperamentos serviles: Musset, por boca de Lorenzaccio, estruja con palabras ilevantables la cobardía de los pueblos avenidos a la servidumbre. Y no le van en zaga los individualistas, cuyo más alto vuelo lírico alcanzara Nietzsche: sus más hermosas páginas son un código de moral antimediocre, una exaltación de cualidades inconciliables con la disciplina social. El espíritu gregario, por él acerbamente fustigado, tiene ya directores elocuentísimos, que exhiben las solidarias complicaciones con que los medrosos resisten las iniciativas de las audaces, agrupándose en modos diversos según sus intereses de clase, jerarquía o funciones.

Donde hubo esclavos y siervos se plasmaron caracteres serviles. Vencido el hombre, no lo mataban: lo hacían trabajar en provecho propio. Sujeto al yugo. tembloroso ante el látigo, el esclavo doblábase bajo coyundas que grababan en su carácter la domesticidad. Algunos -dice la historia- fueron rebeldes o alcanzaron dignidades: su rebeldía fue siempre un gesto de animal hambriento y su éxito fue el precio de complicidades en vicios de sus amos. Llegados al ejercicio de alguna autoridad, tornáronse despóticos, desprovistos de ideales que les detuvieran ante la infamia, como si quisieran con sus abusos olvidar la servidumbre sufrida anteriormente. Gil Blas fue el más bajo de los favoritos.

El tiempo y el ejercicio adaptan a la vida servil- El hábito de resignarse para medrar crea resortes cada vez más sólidos, automatismos que destiñen para siempre todo rasgo individual. El quitamotas- Gil Blas se mancha de estigmas que lo hacen inconfundible con el hombre digno. Aunque emancipado, sigue siendo lacayo y da rienda suelta a bajos instintos.

La costumbre de obedecer engendra una mentalidad doméstica. El que nace de siervos la trae en la sangre, según Aristóteles. Hereda hábitos serviles y no encuentra ambiente propicio para formarse un carácter. Las vidas iniciadas en la servidumbre no adquieren dignidad. Los antiguos tenían mayor desprecio por los hijos de los siervos, reputándolos moralmente peores que los adultos reducidos al yugo por deudas o en las batallas; suponían que heredaban la domesticidad de sus padres, intensificándola en la ulterior servidumbre. Eran despreciados por sus amos.

Esto se repite en cuantos países tuvieron una raza esclava inferior. Es legítimo. Con humillante desprecio suele mirarse a los mulatos, descendientes de antiguos esclavos, en todas las naciones de raza blanca que han abolido la esclavitud; su afán por disimular su ascendencia servil demuestra que reconocen la indignidad hereditaria condensada en ellos. Ese menosprecio es natural. Así como el antiguo esclavo tornábase vanidoso e insolente si trepaba a cualquier posición donde pudiera mandar, los mulatos se ensoberbecen en las inorgánicas mediocracias sudamericanas, captando funciones y honores con que hartan sus apetitos acumulados en domesticidades seculares.

La clase crea idénticas desigualdades que la raza. Los siervos fueron tan doméstico.; como lo; esclavos; la revolución francesa dio libertad política a sus descendientes, mas no supo darles esa libertad moral que es el resorte de la dignidad. El burgués enriquecido merece el desprecio del aristócrata más que el odio del proletario, que es un aspirante a la burguesía; no hay peor jefe que el antiguo asistente ni peor amo que el antiguo lacayo. Las aristocracias son lógicas al desdeñar a los advenedizos: los consideran descendientes de criados enriquecidos y suponen que han heredado su domesticidad al mismo tiempo que las talegas.

Esas inclinaciones serviles, arraigadas en el fondo mismo de la herencia étnica o social, son bien vistas en las mediocracias contemporáneas, que nivelan políticamente al servil y al digno. Ha variado el nombre pero la cosa subsiste: la domesticidad es corriente en las sociedades modernas.

Lleva muchas décadas la abolición legal de la esclavitud o la servidumbre; los países no se creerían civilizados si las conservaran en sus códigos. Eso no tuerce las costumbres; el esclavo y el siervo siguen existiendo; por temperamento o por falta de carácter. No son propiedad de sus amos, pero buscan la tutela ajena, como van a la querencia los animales extraviados. Su psicología gregaria no se transmutó, declarando los derechos del hombre; la libertad, la igualdad y la fraternidad son ficciones que los halagan, sin redimirlos. Hay inclinaciones que sobreviven a todas las leyes igualitarias y hacen amar el yugo o el látigo. Las leyes no pueden dar hombría a la sombra, carácter al amorfo, dignidad al envilecido, iniciativa a los imitadores, virtud al honesto, intrepidez al manso, afán de libertad al servil. Por eso, en plena democracia, los caracteres mediocres buscan naturalmente su bajo nivel: se domestican.

En ciertos sujetos, sin carácter desde el cáliz materno hasta la tumba, la conducta no puede seguir normas constantes. Son peligrosos porque su ayer no dice nada sobre su mañana; obran a merced de impulsos accidentales, siempre aleatorios. Si poseen algunos elementos válidos, ellos están dispersos, incapaces de síntesis; la menor sacudida pone a flote sus atavismos de salvaje y de primitivo, depositados en los surcos más profundos de su personalidad. Sus imitaciones son frágiles y poco arraigadas. Por eso son antisociales, incapaces de elevarse a la honesta condición de animales de rebaño.

A otros desgraciados, sin irreparables lagunas del temperamento, la sociedad les mezquina su educación. Las grandes ciudades pululan de niños moralmente desamparados, presas de la miseria, sin hogar, sin escuela. Viven tanteando el vicio y cosechando la corrupción, sin el hábito de la honestidad y sin el ejemplo luminoso de la virtud. Embotada su inteligencia y coartadas sus mejores inclinaciones, tienen la voluntad errante, incapaz de sobreponerse a las convergencias fatales que pugnan por hundirlos. Y si pasan su infancia sin rodar a la charca, tropiezan después con nuevos obstáculos.

El trabajo, creando el hábito del esfuerzo, sería la mejor escuela del carácter; pero la sociedad enseña a odiarlo, imponiéndole precozmente, como una ignominia desagradable o un envilecimiento infame, bajo la esclavitud de yugos y de horarios, ejecutado por hambre o por avaricia, hasta que el hombre huye de él como de un castigo: sólo podrá amarlo cuando sea una gimnasia espontánea de sus gustos y de sus aptitudes. Así la sociedad completa su obra; los que no naufragan por la educación malsana escollan en el trabajo embrutecedor. En la compleja actividad moderna las voluntades claudicantes son toleradas; sus incongruencias quedan ocultas mientras los actos se refieren a vulgares automatismos de la vida diaria; pero cuando una circunstancia nueva los obliga a buscar una solución, la personalidad se agita al azar y revela sus vicios intrínsecos.

Esos degenerados son indomesticables.

Los otros, como Gil Blas, carecen de contralor sobre su propia conducta y olvidan que la más leve caída puede ser el paso inicial hacia una degradación completa. Ignoran que cada esfuerzo de dignidad consolida nuestra firmeza: cuanto más peligrosa es la verdad que hoy decimos, tanto más fácil será mañana pronunciar otras a voz en cuello. En los mundos minados por la hipocresía todo conspira contra las virtudes civiles: los hombres se corrompen los unos a los otros, se imitan en lo intérlope, se estimulan en lo turbio, se justifican recíprocamente. Una atmósfera tibia entorpece al que cede por primera vez a la tentación de lo injusto; las consecuencias de la primera falta pueden ir hasta lo infinito. Los mediocres no saben evitarla; en vano harían el propósito de volver al buen sendero y enmendarse. Para las sombras no hay rehabilitación; prefieren excusar las desviaciones leves, sin advertir que ellas preparan las hondas. Todos los hombres conocen esas pequeñas flaquezas, que de otro modo fueran perfectos desde su origen; pero mientras en los caracteres firmes pasan como un roce que no deja rastro, en los blandos aran un surco por donde se facilita la recidiva. Ésa es la vía del envilecimiento. Los virtuosos la ignoran; los honestos se dejan tentar. Como a Gil Blas, sólo les cuesta la primera caída; después siguen cayendo como el agua en las cascadas, a saltitos, de pequeñez en pequeñez, de flaqueza en flaqueza, de curiosidad en curiosidad. Los remordimientos de la primera culpa ceden a la necesidad de ocultarla con otras ante las cuales ya no se amedrentan. Su carácter se disocia y ellos se tuercen, andan a ciegas, tropiezan, dan barquinazos, adoptan expedientes, disfrazan sus intenciones, acceden por senderos tortuosos, buscan cómplices diestro para avanzar en la tiniebla. Después de los primeros tanteos se marchan de prisa, hasta que las raíces mismas de su moral se aniquilan. Así resbalan por la pendiente, aumentando la cohorte de lacayos y parásitos: centenares de Gil Blas carcomen las bases de la sociedad que ha pretendido modelarlos a su imagen y semejanza.

Los hombres sin ideales son incapaces de resistir las asechanzas de hartazgos materiales sembrados en su camino Cuando han cedido a la tentación quedan cebados, como las fieras que conocen el sabor de la sangre humana.

Por la circunstancia de pensar siempre con la cabeza de la sociedad, el doméstico es el puntal más seguro de todos los prejuicios políticos, religiosos, morales y sociales Gil Blas está siempre con las manos congestionadas por el aplauso a los ungidos y con el arma afilada para agredir al rebelde que anuncia una herejía. El panurguismo y la intolerancia son los colores de su escarapela, cuyo respeto exige de todos.

Es incalculable la infinidad de gentes domésticas que nos rodea. Cada funcionario tiene un rebaño voraz, sumiso a sus caprichos, como los hambrientos al de quien los harta. Si fuesen capaces de vergüenza, los adulones vivirían más enrojecidos que las amapolas; lejos de eso, pasean su domesticidad y están orgullosos de ella, exhibiéndola con donaire, como luce la pantera las aterciopeladas manchas de su piel. La domesticación realizase de cien maneras, tentando sus apetitos. En los límites de la influencia oficial los medios de aclimatación se multiplican, especialmente en los países apestados de funcionarismo. Los pobres de carácter no resisten; ceden a esa hipnotización. La pérdida de su dignidad iníciase cuando abren el ojo a la prebenda que estremece su estómago o nubla su vanidad, inclinándose ante las manos que hoy le otorgan el favor y mañana le manejarán la rienda. Aunque ya no hay servidumbre legal, muchos sujetos, libres de la domesticidad forzosa, se avienen a ella voluntariamente, por vocación implícita en su flaqueza. Están mancillados desde la cuna; aun no habiendo menester de beneficios, son instintivamente serviles. Los hay en todas las clases sociales. El precio de su indignidad varía con el rango y se traduce en formas tan diversas como las personas que la ejercitan.

Alentando a Gil Blas, rebájase el nivel moral de los pueblos y de las razas; no es tolerancia estimular el abellacamiento. La cotización del mérito decae. La mansedumbre silenciosa es preferida a la dignidad altiva. La piel se cubre de más afeites cuando es menos sólida la columna vertebral; las buenas maneras son más apreciadas que las buenas acciones. Si el de Santillana se enguanta para robar, merece la admiración de todos; si Stockmann se desnuda para salvar a un náufrago, lo condenan por escándalo. En los pueblos domesticados llega un momento en que la virtud parece un ultraje a las costumbres.

Las sombras viven con el anhelo de castrar a los caracteres firmes y decapitar a los pensadores alados, no perdonándoles el lujo de ser viriles o tener cerebro. La falta de virilidades es elogiada como un refinamiento, lo mismo que en los caballos de paseo. La ignorancia parece una coquetería, como la duda elegante que inquieta a ciertos fanáticos sin ideales. Los méritos conviértense en contrabando peligroso, obligados a disculparse y ocultarse, como si ofendieran por su sola existencia. Cuando el hombre digno empieza a despertar recelos, el envilecimiento colectivo es grave; cuando la dignidad parece absurda y es cubierta de ridículo, la domesticación de los mediocres ha llegado a sus extremos.


III. LA VANIDAD

El hombre es. La sombra parece. El hombre pone su honor en el mérito propio y es juez supremo de sí mismo; asciende a la dignidad. La sombra pone el suyo en la estimación ajena y renuncia a juzgarse; desciende a la vanidad. Hay una moral del honor y otra de su caricatura: ser o parecer. Cuando un ideal de perfección impulsa a ser mejores, ese culto de los propios méritos consolida en los hombres la dignidad; cuando el afán de parecer arrastra a cualquier abajamiento, el culto de la sombra enciende la vanidad.

Del amor propio nacen las dos: hermanas por su origen, como Abel y Caín. Y más enemigas que ellos, irreconciliables. Son formas diversas de amor propio. Siguen caminos divergentes. La una florece sobre el orgullo, celo escrupuloso puesto en el respeto de sí mismo; la otra nace de la soberbia, apetito de culminación ante los dermis. El orgullo es una arrogancia originaria por nobles motivos y quiere aquilatar el mérito; la soberbia es una desmedida presunción y busca alargar la sombra. Catecismos y diccionarios han colaborado a la inediocrización moral, subvirtiendo los términos que designan lo eximio y lo vulgar. Donde los padres de la Iglesia decían superbia, como los antiguos, fustigándola, tradujeron los zascandiles orgullo, confundiendo sentimientos distintos. De ahí el equivocar la vanidad con la dignidad, que es su antítesis, y el intento tasar a igual precio los hombres y las sombras, con desmedro de los primeros.

En su forma embrionaria revélase el amor propio como deseo de elogios y temor de censuras: una exagerada sensibilidad a la opinión ajena. En los caracteres conformados a la rutina y a los prejuicios corrientes, el deseo de brillar en su medio y el juicio que sugieren al pequeño grupo que los rodea, son estímulos para la acción. La simple circunstancia de vivir arrebañados predispone a perseguir la aquiescencia ajena; la estima propia es favorecida por el contraste o la comparación con los demás. Trátase hasta aquí de un sentimiento normal.

Pero los caminos divergen. En los dignos el propio juicio antepónese a la aprobación ajena; en los mediocres se postergan los méritos y se cultiva la sombra. Los primeros viven para sí; los segundos vegetan para los otros. Si el hombre no viviera en sociedad, el amor propio sería dignidad en todos; viviendo en grupos, lo es solamente en los caracteres firmes.

Ciertas preocupaciones, reinantes en las mediocracias, exaltan a los domésticos. El brillo de la gloria sobre las frentes elegidas deslumbra a los ineptos, como el hartazgo del rico encela al miserable. El elogio del mérito es un estímulo para su simulación. Obsesionados por el éxito, e incapaces de soñar la gloria, muchos impotentes se envanecen de méritos ilusorios y virtudes secretas que los demás no reconocen; créense actores de la comedia humana; entran en la vida construyéndose un escenario, grande o pequeño, bajo o culminante, sombrío o luminoso; viven con perpetua preocupación del juicio ajeno sobre su sombra. Consumen su existencia sedientos de distinguirse en su órbita, de preocupar a su mundo, de cultivar la atención ajena por cualquier medio y de cualquier manera. La diferencia, si la hay, es puramente cuantitativa entre la vanidad del escolar que persigue diez puntos en los exámenes, la del político que sueña verse aclamado ministro o presidente, la del novelista que aspira a ediciones de cien mil ejemplares y la del asesino que desea ver su retrato en los periódicos.

La exaltación del amor propio, peligrosa en los espíritus vulgares, es útil al hombre que sirve un Ideal. Éste le cristaliza en dignidad; aquéllos le degeneran en vanidad. El éxito envanece al tonto, nunca al excelente. Esa anticipación de la gloria hipertrofia la personalidad en los hombres superiores: es su condición natural. ¿El atleta no tiene, acaso, bíceps excesivos hasta la deformidad La función hace el órgano. El "yo" es el órgano propio de la originalidad: absoluta en el genio. Lo que es absurdo en el mediocre, en el hombre superior es un adorno: simple exponente de fuerza. El músculo abultado no es ridículo en el atleta; lo es, en cambio, toda adiposidad excesiva, por monstruosa e inútil, como la vanidad del insignificante. Ciertos hombres de genio, Sarmiento, pongamos por caso, habrían sido incompletos sin su megalomanía.

Su orgullo nunca excede a la vanidad de los imbéciles. La aparente diferencia guarda proporción con el mérito. A un metro y a simple vista nadie ve la pata de una hormiga, pero todos perciben la garra de un león: lo propio ocurre con el egotismo ruidoso de los hombres y la desapercibida soberbia de las sombras. No pueden confundirse. El vanidoso vive comparándose con los que le rodean, envidiando toda excelencia ajena y carcomiendo toda reputación que no puede igualar; el orgulloso no se compara con los que juzga inferiores y pone su mirada en tipos ideales de perfección que están muy alto y encienden su entusiasmo.

El orgullo, subsuelo indispensable de la dignidad, imprime a los hombres cierto bello gesto que las sombras censuran. Para ello el babélico idioma de los vulgares ha enmarañado la significación del vocablo, acabando por ignorarse si designa un vicio o una virtud. Todo es relativo. Si hay méritos, el orgullo es un derecho; si no los hay, se trata de vanidad. El hombre que afirma un Ideal y se perfecciona hacia él, desprecia, con eso, la atmósfera inferior que le asfixia; es un sentimiento natural, cimentado por una desigualdad efectiva y constante. Para los mediocres, sería más grato que no les enrostrara esa humillante diferencia; pero olvidan que ellos son sus enemigos, constriñendo su tronco robusto como la hiedra a la encina, para ahogarle en el número infinito. El digno está obligado a burlarse de las mil rutinas que el servil adora bajo el nombre de principios; su conflicto es perpetuo. La dignidad es un rompeolas opuesto por el individuo a la marea que le acosa. Es aislamiento de los domésticos y desprecio de sus pastores, casi siempre esclavos del propio rebaño.


IV. LA DIGNIDAD

El que aspira a parecer renuncia a ser. En pocos hombres súmanse el ingenio y la virtud en un total de dignidad: forman una aristocracia natural, siempre exigua frente al número infinito de espíritus omisos. Credo supremo de todo idealismo, la dignidad es unívoca, intangible, intransmutable. Es síntesis de todas las virtudes que acercan al hombre y borran la sombra: donde ella falta no existe el sentimiento del honor. Y así como los pueblos sin dignidad son rebaños, los individuos sin ella son esclavos.

Los temperamentos adamantinos –firmeza y luz- apártanse de toda complicidad, desafían la opinión ajena si con ello han de salvar la propia, declinan todo bien mundano que requiera una abdicación, entregan su vida misma antes que traicionar sus ideales. Van rectos, solos, sin contaminarse en facciones, convertidos en viviente protesta contra todo abellacamiento o servilismo. Las sombras vanidosas se mancornan para disculparse en el número, rehuyendo las íntimas sanciones de la conciencia; domesticadas, son incapaces de gestos viriles, fáltales coraje. La dignidad implica valor moral. Los pusilámines son importantes, como los aturdidos; los unos reflexionan cuándo conviene obrar, y los otros obran sin haber reflexionado. La insuficiencia del esfuerzo equivale a la desorientación del impulso: el mérito de las acciones se mide por el afán que cuestan y no por sus resultados. Sin coraje no hay honor. Todas sus formas implican dignidad y virtud. Con su ayuda los sabios acometen la exploración de lo ignoto, los moralistas minan las sórdidas fuentes del mal, los osados se arriesgan para violar la altura y la extensión, los justos se adiamantan en la fortuna adversa, los firmes resisten la tentación y los severos el vicio, los mártires van a la hoguera por desenmascarar una hipocresía, los santos mueren por un Ideal. Para anhelar una perfección es indispensable. "El coraje -sentenció Lamartine- es la primera de las elocuencias, es la elocuencia del carácter". Noble decir. El que aspira a ser águila debe mirar lejos y volar alto; el que se resigna a arrastrarse como un gusano renuncia al derecho de protestar si lo aplastan.

La flebedad y la ignorancia favorecen la domesticación de los caracteres mediocres adaptándolos a la vida mansa; el coraje y la cultura exaltan la personalidad de los excelentes, floreciéndola de dignidad. El lacayo pide; el digno merece. Aquél solicita del favor lo que éste espera del mérito. Ser digno significa no pedir lo que se merece, ni aceptarlo inmerecido. Mientras los serviles trepan entre las malezas del favoritismo, los austeros ascienden por la escalinata de sus virtudes. O no ascienden por ninguna.

La dignidad estimula toda perfección del hombre; la vanidad acicatea cualquier éxito de la sombra. El digno ha escrito un lema en su blasón: lo que tiene por precio una partícula de honor, es caro. El pan sopado en la adulación, que engorda al servil, envenena al digno. Prefiere, éste, perder un derecho a obtener un favor; mil años le serán más leves que medrar indignamente. Cualquiera herida es transitoria y puede dolerle una hora; la más leve domesticidad le remordería toda la vida.

Cuando el éxito no depende de los propios méritos, bástale conservarse erguido, incólume, irrevocable en la propia dignidad. En las bregas domésticas, la obstinada sinrazón suele triunfar del mérito sonriente; la pertinacia del indigno es proporcional a su acorchamiento. Los hombres ejemplares desdeñan cualquier favor; se estiman superiores a lo que puede darse sin mérito. Prefieren vivir crucificados sobre su orgullo a prosperar arrastrándose; querrían que al morir su Ideal les acompañase blanquivestido y sin manchas de abajamientos, como si fueran a desposarlo más allá de la muerte.

Los caracteres dignos permanecen solitarios, sin lucir en el anca ninguna marca de hierro; son como el ganado levantisco que hociquea los tiernos tréboles de la campiña virgen, sin aceptar la fácil ración de los pesebres. Si su pradera es árida no importa; en libre oxigeno aprovechan más que en cebadas copiosas, con la ventaja de que aquél se toma y éstas se reciben de alguien. Prefieren estar solos, mientras no puedan juntarse con sus iguales. Cada flor englobada en un ramillete pierde su perfume propio. Obligado a vivir entre desemejantes, el digno mantiénese ajeno a todo lo que estima inferior. Descartes dijo que se paseaba entre los hombres como si ellos fueran árboles; y Banville escribió de Gautier: "Era de aquellos que bajo todos los regímenes, son necesaria e invenciblemente libres: cumplía su obra con desdeñosa altivez y con la firme designación de un dios desterrado".

Ignora el hombre digno las cobardías que dormitan en el fondo de los caracteres serviles; no sabe desarticular su cerviz. Su respeto por el mérito le obliga a descartar toda sombra que carece de él, a agredirla sin amenaza, castigarla si hiere. Cuando la muchedumbre que obstruye sus anhelos es anodina y no tiene adversarios que fazferir, el digno se refugia en sí mismo, se atrinchera en sus ideales y calla, temiendo estorbar con sus palabras a las sombras que lo escuchan. Y mientras cambia el clima, como es fatal en la alternativa de las estaciones, espera anclado en su orgullo, como si éste fuera el puerto natural y más seguro para su dignidad.

Vive con la obsesión de no depender de nadie; sabe que sin independencia material el honor está expuesto a mil mancillas, y para adquirirla soportará los más rudos trabajos, cuyo fruto será su libertad en el porvenir. Todo parásito es un siervo; todo mendigo es un doméstico. El hambriento puede ser rebelde; pero nunca un hombre libre. Enemiga poderosa de la dignidad es la miseria; ella hace trizas los caracteres vacilantes e incuba las peores servidumbres. El que no ha atravesado dignamente una pobreza es un heroico ejemplar de carácter.

El pobre no puede vivir su vida, tantos son los compromisos de la indigencia; redimirse de ella es comenzar a vivir. Todos los hombres altivos viven soñando una modesta independencia material; la miseria es mordaza que traba la lengua y paraliza el corazón. Hay que escapar de sus garras para elegirse el Ideal más alto, el trabajo más agradable, la mujer más santa, los amigos más leales, los horizontes más risueños, el aislamiento más tranquilo. La pobreza impone el enrolamiento social; el individuo se inscribe en un gremio, más o menos jornalero, más o menos funcionario, contrayendo deberes y sufriendo presiones denigrantes que le empujan a domesticarse. Enseñaban los estoicos los secretos de la dignidad: contentarse con lo que se tiene, restringiendo las propias necesidades. Un hombre libre no espera nada de otros, no necesita pedir. La felicidad que da el dinero está en no tener que preocuparse de él; por ignorar ese precepto no es libre el avaro, ni es feliz. Los bienes que tenemos son la base de nuestra independencia; los que deseamos son la cadena remachada sobre nuestra esclavitud. La fortuna aumenta la libertad de los espíritus cultivados y torna vergonzosa la ridiculez de los palurdos. Suprema es la indignidad de los que adulan teniendo fortuna; ésta les redimiría todas las domesticidades, si no fuesen esclavos de la vanidad.

Los únicos bienes intangibles son los que acumulamos en el cerebro y en el corazón; cuando ellos faltan ningún tesoro los sustituye.

Los orgullosos tienen el culto de su dignidad: quieren poseerla inmaculada, libre de remordimientos, sin flaquezas que la envilezcan o la rebajen. A ella sacrifican bienes; honores, éxitos: todo lo que es propicio al crecimiento de la sombra. Para conservar la estima propia no vacilan en afrontar la opinión de los mansos y embestir sus prejuicios; pasan por indisciplinados y peligrosos entre los que en vano intentan malear su altivez. Son raros en las mediocracias, cuya chatura moral los expone a la misantropía; tienen cierto aire desdeñoso y aristocrático que desagrada a los vanidosos más culminantes, pues los humilla y avergüenza. Inflexibles y tenaces porque llevan en el corazón una fe sin dudas, una convicción que no trepida, una energía indómita que a nada cede ni teme, suelen tener asperezas urticantes para los hombres amorfos. En algunos casos pueden ser altruistas, o porque cristianos es la más alta acepción del vocablo o porque profundamente afectivos: presentan entonces uno de los caracteres más sublimes, más espléndidamente bellos y que tanto honran a la naturaleza humana. Son los santos del honor, los poetas de la dignidad. Siendo héroes, perdonan las cobardías de los demás; victoriosos siempre ante sí mismos, compadecen a los que en la batalla de la vida siembran, hecha jirones, su propia dignidad. Si la estadística pudiera decirnos el número de hombres que poseen este carácter en cada nación, esa cifra bastaría, por sí sola, mejor que otra cualquiera, para indicarnos el valor moral de un pueblo.

La dignidad, afán de autonomía, lleva a reducir la dependencia de otros a la medida de lo indispensable, siempre enorme. La Bruyére, que vivió como intruso en la domesticidad cortesana de su siglo, supo medir el altísimo precepto que encabeza el Manual de Epicteto, a punto de apropiárselo textualmente sin amenguar con ello su propia gloria: "Se faire valoir par des choses qui ne dependet point des autres, mais de sois seul, ou renoncer a se faire valoir".

Esa máxima le parece inestimable y de recursos infinitos en la vida, útil para los virtuosos y los que tienen ingenio, tesoro intrínseco de los caracteres excelentes; es, en cambio, proscrita donde reina la mediocridad, "pues desterraría de las Cortes las tretas, los cabildeos, los malos oficios, la bajeza, la adulación y la intriga". Las naciones no se llenarían de serviles domesticados, sino de varones excelentes que legarían a sus hijos menos vanidades y más nobles ejemplos. Amando los propios méritos más que la prosperidad indecorosa, crecería el amor a la virtud, el deseo de la gloria, el culto por ideales de perfección incesante: en la admiración por los genios, los santos y los héroes. Esa dignificación moral de los hombres señalaría en la historia el ocaso de las sombras.

sábado, 30 de julio de 2011

Eduardo Galeano; "He vuelto sin haberme ido".



Los siempres
Yo estaba recién llegado. Hacía ocho años que no entraba en Buenos Aires.
Nadie sabía. Sólo el amigo que me estaba acompañando en esa primera mañana.
Fuimos en busca de mi café, el café Ramos, y no lo encontramos, o mejor dicho, lo encontramos pero ya no era. Y entonces fuimos hasta la casa donde yo había vivido, en la calle Montevideo, por el puro gusto de mirarla desde la vereda. Y en eso estaba yo, ceremonia secreta, cuando mi amigo me preguntó qué se había hecho de un cuadro que estaba colgado en mi cuarto, sobre la cama.
El cuadro era un puerto, un puerto montevideano para llegar, no para irse; y yo le estaba diciendo a mi amigo que no sabía adonde había ido a parar ese cuadro, quizá perdido como tantas otras
cosas, y le estaba diciendo que tampoco sabía qué sería de la vida del pintor, Emilio, tan hermano, y entonces, mientras hablaba de Emilio, me di vuelta y lo vi: Emilio venía caminando, como llamado, hacia el exacto lugar, esa esquina entre las miles de esquinas de la ciudad inmensa y en ese momento exacto.
Y yo me dije: "He vuelto sin haberme ido".

Los jamases
Me faltaron personas, amigos que ya no están en Buenos Aires ni en ninguna parte. Desaparecieron. Los desapareció la santa inquisición de los militares, el exorcismo de sangre contra el porfiado diablo de la rebeldía popular.
Y me faltaron lugares. El Bachín ya no estaba donde antes estaba y un pedrerío me esperaba en lugar del viejo mercado donde yo solía ir a ver aromas y respirar colores. Me quedé con las ganas de la sopa de pescado en la esquina de casa, donde ya no están los vascos; y supe que ya no habrán fuentes de caracú ni madrugadas en El Tropezón.

La Herencia
Encontré la moneda nacional reducida a un espejismo. Con un billete de un millón de pesos pagué el diario y el tipo del quiosco no se desmayó.
En el diario leí que la tasa de interés acababa de subir medio punto en Estados Unidos, medio punto nada más, cosa de nada, y ese humilde medio punto aumentaba en 250 millones de dólares la deuda externa argentina. Mala noticia, pensé, para los millones de trabajadores que tienen que pagarla. Excelente noticia, en cambio, para la minoría que guarda en bancos norteamericanos las ganancias arrancadas al país en todos estos años y que todavía dedica a la especulación sus días y sus insomnios.
Para bajar los salarios a la mitad, la dictadura tuvo que multiplicar la deuda por seis. Sin una cosa, no era posible la otra. Es mucho y caro el combustible de la máquina del terror. Y mientras tanto, volaban los dólares. Igual que en Chile, igual que en Uruguay: los amos de afuera te prestan lo que te roban los amos de adentro; y después tenés que pagar el garrote que te golpea y el lujo que te humilla. Robin Hood al revés, rey Midas en negativo: un sistema que roba a los pobres para dar a los ricos y que convierte en basura todo lo que toca. Luchar por cambiarlo, ¿no es lo que merece y exige el buen oxígeno de la democracia, para que ése buen oxígeno siga siendo y sea más? Quien eso cree, ¿es sospechoso de terrorismo o gil a cuadros? Quien eso dice, ¿atenta contra la democracia y el buen gusto?

El túnel del tiempo
Amigos de hace treinta años, de cuando yo estrené los pantalones largos en las manifestaciones callejeras, me estaban esperando en Montevideo. Hacía once años que no los veía, y desde entonces había llovido mucha ceniza sobre el Uruguay. La tortura se había convertido en costumbre, la solidaridad en delito y la delación en virtud; la mentira y la desconfianza se habían hecho necesidades cotidianas y el miedo y el silencio, modos de vida. Pero no bien los vi supe que esos viejos amigos seguían siendo capaces de indignación y de asombro y de chiquilín entusiasmo, y que ahora tenían todas las edades a la vez.
Busqué algunas placitas de mi infancia, que eran de puro pasto, y las encontré tapadas de cemento. La dictadura uruguaya, que sueña con un mundo quieto, adora el cemento. Y con toda razón desconfía del pasto y de cuanto crece y se mueve. Con toda razón odia a los jóvenes.
Los muchachos se asoman a un país arrasado, donde encontrar trabajo resulta una hazaña y sobrevivir un milagro, pero no asisten de brazos cruzados a la desgracia nacional. El sistema quiso castrarlos, y ellos son los más fecundos. Quiso callarlos, y son los más decidores. Fracasaron quienes prohibieron el agua porque no pudieron, porque nadie puede, prohibir la sed.
Eduardo Galeano

domingo, 24 de julio de 2011

Cuentos completos – Flannery O’Connor

Ni un relato había leído de Flannery O’Connor antes de meterme entre pecho y espalda estas ochocientas páginas de literatura de la buena. Mucho hay que decir sobre esta mujer, nacida en el sur de los Estados Unidos y marcada por una enfermedad hereditaria que la consumió muy joven, dejando tras de sí una treintena de relatos y dos novelas. Esos relatos están compendiados en esta edición de Lumen, aunque las traducciones estén repescadas de varios lugares y, por tanto, el tono común que debería imperar a lo largo de las historias se pierda un poco.
Porque el tono de Flannery O’Connor es tan rico y personal que se hace difícil comentar sus relatos sin hacer mención de ello. Su estilo bebe de la riqueza oral de su tierra natal, de Georgia, de los estados del sur que tanto marcaron a Faulkner o a McCullers; una prosa marcada por la jerga intraducible (que en castellano siempre acaba por convertirse en un abominable remedo de andaluz) de los habitantes de unas regiones desoladas geográfica y moralmente, después de muchos años de perder una guerra que les arrebató su orgullo. En los cuentos de la norteamericana los personajes hablan; hablan mucho, aunque no siempre se entiendan, y ese rasgo es fundamental para entrar en la atmósfera que la escritora teje. Tal vez sea éste uno de esos casos en los que la traducción priva de un elemento importante (para familiarizarse con la historia, para vivirla plenamente) al lector.
El diálogo es importante por otro motivo. Los caracteres de los relatos de O’Connor son muy complejos (en tanto ella sabía retratar con precisión los dobleces del alma), pero su expresión es, en muchas ocasiones, simple. El observador leerá entre líneas, sacará conclusiones, pero el personaje se expresa con una llaneza propia de la gente sencilla: la gente que puebla casi toda la producción breve de la autora. Otro acierto más, puesto que para el lector es fácil identificarse con estos seres desamparados, contradictorios, que suscitan una empatía extraña (entre repulsiva y familiar) merced a su cercanía oral.
Esa identificación es sencilla de sentir, pero resulta desasosegante una vez experimentada. Muchos de los personajes de Flannery O’Connor ostentan rasgos que provocan un efecto de atracción, o de comprensión, pero sus personalidades son, en buena parte de los casos, oscuras y caóticas; no tanto por malvadas (como el Desequilibrado de ‘Un hombre bueno es difícil de encontrar’, uno de sus relatos más conocidos) cuanto por torturadas. Así, Manley Pointer, el protagonista de ‘La buena gente del campo’, podría pasar por una perfecta encarnación de la perversidad si no fuera porque su conducta es —considerada in extremis— una salida instintiva a la vida que tiene, a las circunstancias que le rigen. Ruby, en ‘Un golpe de buena suerte’, subvierte la natural felicidad de la maternidad y la transforma en miedo, en dolor y en sufrimiento.
Así mismo, la idea de la salvación (habitual en los narradores sureños) se refleja también en algunos personajes de estos relatos; sin embargo, es retorcida por O’Connor hasta el punto de lograr que la gracia sea tan particular como el personaje mismo. Esa redención puede ser la simple vuelta a su hogar que anhela el viejo Dudley en ‘El geranio’, el orgullo de la genealogía para Mark Fortune en ‘Una vista del bosque’ o el enfrentamiento directo con el mal para Calhoun y Mary Elizabeth en ‘Partridge en fiestas’. La salvación en las historias de Flannery O’Connor no es sencilla, ni sigue unas pautas establecidas (sean cristianas o no), sino que se ajusta a la condición de sus protagonistas, que normalmente la consideran necesaria, pero no están seguros de cómo lograrla.
A veces, esa virtud puede verse reflejada en la inteligencia; la inteligencia reglada, adquirida mediante estudio y esfuerzo. Sin embargo, la autora parece considerar en todos los cuentos que la sabiduría verdadera se encuentra en lo sencillo, en lo puro. No es que sea una idea original el confrontar el saber escolar con el natural, pero O’Connor va un poco más allá y plantea la posibilidad de que, en cierto sentido, la sabiduría de la gente iletrada sea un modo de alcanzar una visión especial —más puro, o certero—, mientras que el estudio y la formación tradicional sólo enturbien la realidad y priven de un conocimiento profundo de la propia alma. Esto ocurre de manera explícita en ‘El barbero’, un tronchante cuento que enfrenta a Rayber, un engreído profesor, con su peluquero, que le vence en su discusión sobre el candidato a votar en las siguientes elecciones. Y es que, como dice el barbero: «Las grandes palabras no le sirven de na a nadie. Lo qu’hay qu’hacer es pensar».
También se puede observar algo similar en ‘Las dulzuras del hogar’, otro relato estupendo y en el que se encuentra también otra característica de las historias de la autora estadounidense: la crudeza de las relaciones familiares. Porque para O’Connor los lazos que unen a las personas son frágiles y, la mayor parte de las veces, casi más fruto del azar que del sentimiento. Por eso el viejo Dudley, o Tanner en ‘El día del Juicio Final’, se encuentran encerrados por sus hijas en pisos de la ciudad; o Asbury enjuicia las creencias de su madre en ‘El escalofrío interminable’; o el hijo de Sheppard descubre que su padre profesa más amor a un delincuente que a él mismo en ‘Los lisiados serán los primeros’. La lista es larga, desde luego.
Y muchas otras cosas se quedan en el tintero, si es que pueden reseñarse en unas líneas. La escritura de Flannery O’Connor está llena de recovecos, de escondites en los que se ocultan muchos sentimientos, muchas verdades. Y están ahí, en los libros, esperando a que las descubramos…

Francesco Alberoni| [fragmento]

Tengo ante mi una carta: «Soy divorciada, con un buen trabajo, no tengo ningún gran amor, no tengo hijos, no tengo ni siquiera padres a los que acudir. Mi vida no es infeliz, por el contrario, está llena de intereses y gratificaciones. Sin embargo, a veces, me pregunto si no soy la personificación de un cierto tipo de egoísmo y de avidez. Entonces me respondo que esta pregunta es sólo el efecto del más estúpido condicionamiento femenino al sacrificio. Las mujeres fuimos educadas desde la infancia durante siglos con la idea de prodigarnos por alguien. En cambio, yo no tengo hijos, no tengo marido, no tengo a nadie por quien afanarme hasta la extenuación y por quien sufrir. Pero el viejo condicionamiento sigue obrando y me hace sentir culpable. Un varón, educado para afirmarse en el mundo, para pensar sólo en sí mismo, no sentiría nada parecido. Estaría feliz y contento, y basta».

Es el egoísmo que trata de justificarse. Algo que hacemos todos, por turno, varones y mujeres, en el intento de legitimar moralmente el interés exclusivo por nosotros mismos. Sin embargo, es un intento que fracasa. Ese sentimiento de culpa, esa sensación de aridez y de vacío que la mujer dice sentir es la prueba de que tampoco su justificación se sostiene. La verdad es otra, elemental y evidente: que todos los seres humanos, mujeres y hombres, tenemos una extraordinaria e implacable necesidad de dedicarnos a algún otro, a alguna otra cosa. Que no podemos tomarnos a nosotros mismos como objeto de amor, de interés y de preocupación: necesitamos dedicarnos a una mujer, a un amante, o bien a una empresa, a un partido, a un libro, acaso incluso sólo a un perro o un gato. En cualquier caso, a algo exterior a nosotros, que no es nuestra persona individual. (...) Una vida que no está “dedicada” carece de sentido.

PSICOANALISIS DE LOS CUENTOS DE HADAS De Bruno Bettelheim

La obra nos muestra como los cuentos de hadas (relatos imaginarios), nos ayudan a desarrollarnos internamente. De ellos se puede aprender mucho más de los problemas internos de los seres humanos y sobre la búsqueda de soluciones correctas a problemas con los que nos podamos encontrar, a partir de otro tipo de historias.
La misión de los cuentos (contribuir al crecimiento interno del niño), será plenamente efectiva cuando éstos son lo suficientemente atractivos como para que el niño se comprometa con ellos y así comenzar el proceso de crecimiento( nos convence por el atractivo resultado de los sucesos, que nos tienta, y por el llamamiento que hace a nuestra imaginación. Además algunos, como La Cenicienta, bajo el contenido básico y superficial se encuentra una complejidad subyacente lo que hace despertar un mayor interés).
Este proceso comienza con la lucha hacia los padres y el temor a la madurez y finaliza cuando el adolescente adquiere una madurez moral (discernir de la bondad de las situaciones, actuaciones, etc) y una independencia emocional (ser capaz de identificar y mostrar tus propios sentimientos) en el caso de los cuentos morales y confianza en uno mismo para llegar a conseguir deseos que en principio parecen inalcanzables, en el caso de los cuentos amorales.

Los cuentos son terapéuticos porque el lector encuentra sus propias soluciones mediante la repercusión que la historia tiene en su propia vida.
El libro nos indica que los cuentos aportan importantes mensajes al consciente, preconsciente e inconsciente, ya que éstos tratan problemas humanos universales y estas historias calan en el niño, concretamente en su pequeño yo en formación, estimulando su desarrollo y al mismo tiempo liberan al preconsciente y al inconsciente de sus pulsiones.
Los cuentos de hadas transmiten a los niños que la lucha ante las dificultades de la vida son inevitables y por ello debemos aprender a superarlas con éxito, no a evitarlas y no como ocurre en los cuentos modernos, en los que se evitan los problemas existenciales que nos ayudan a nuestro desarrollo personal.
También hay que tener en cuenta que la contribución de los cuentos depende de la edad, sexo y estadio de desarrollo que posee el niño e incluso del énfasis que se le otorga al relato de la historia.
Nos ayudan a realizarnos en las distintas etapas o periodos, mediante símbolos y personajes prototípicos que llegan en primera instancia al subconsciente del niño, a través del cual él lo asimilará dependiendo de su estado psicológico y necesidades. Además estos permiten al niño expresar y superar sus temores, ayudándole a no basarse en el principio del placer y actuar conforme al yo según lo aprendido en los relatos, tanto positivo como negativo.
En los mitos (el de Edipo, Hércules, Teseo, etc) el sentimiento principal es único (no habrá ocurrido a ningún otra persona ni de ningún otro modo, y los héroes míticos se presentan sobrenaturales, lo que ayuda a que el niño se sienta menos abrumado) y se presentan hechos que se describen como tal (naturales), al contrario que en los cuentos de hadas (personajes tipificados que se repiten en las historias, relatos parecidos con casi las mismas intenciones, etc) y estos se muestran como fantásticos e improbables. Y el cuento de hadas no nos enfrenta directamente ni nos dice abiertamente qué es lo que hemos de escoger, sino que ayuda a los niños a desarrollar su conciencia a través del contenido de la historia. Además el final es contrapuesto, pues en los mitos es trágico y pesimista, y en los cuentos de hadas feliz y optimista.
Aclarando que ellos realmente no son admonitorios (como podría ser una fábula), es decir, que estos no nos provocan una gran ansiedad para que esta nos haga actuar de modo correcto con el fin de no perjudicarnos. Estos proyectan una personalidad ideal que actúa con las demandas del super-yo, mientras que los cuentos de hadas representan una integración del yo que permite una satisfacción adecuada de los deseos del ello.
Al plasmar en imágenes fantásticas lo que el niño experimenta en su interior, la historia consigue que el niño la vea como una cualidad de verdad.
Las historias de los cuentos de hadas se podrían dividir en dos grupos: el grupo en el que el niño reacciona sólo de modo inconsciente a la vedad inherente del relato, sin poder verbalizar sus impresiones; y el otro en el que el niño capta, a nivel preconsciente o consciente el verdadero sentido y por lo tanto puede comentarlo, aunque en realidad no quiere manifestar lo que sabe.
En el cuento de “El pescador y el Genio” el niño aprende la necesidad de poseer una buena tolerancia a la frustración, que debemos mantener una buena capacidad de esfuerzo y no tirar la toalla a la primera de cambio y por último que si utilizamos bien nuestros propios recursos y medios, siendo astutos, conseguiremos las metas que nos propongamos.
La asimilación de “los tres cerditos” supone para el niño el aprendizaje de las ventajas del crecimiento intelectual y físico, así como que debemos estar alerta y esforzarnos para conseguir una recompensa, aunque ésta sea a largo plazo.
En “la reina de las abejas” el niño aprende a distinguir el concepto de equidad, dando lo que corresponde a cada uno. Por otro lado aprenden que pueden llegar a ser héroes a través de la cooperación con otras partes implicadas, en este caso con los patos, hormigas y abejas.
En el cuento de “los dos hermanitos” representa la manera de integrar la personalidad de una forma diferente a la reina de las abejas. El niño aprende a reconocer sus procesos internos y así aclarar la confusión producida por una dualidad. Por último el niño aprende a adaptarse ante situaciones novedosas, bien sean negativas (el abandono de la casa paterna) bien positivas (la creación de la propia familia).
“Simbad el marino y Simbad el cargador” ayuda al niño a conocerse mejor interiormente y le hace ver las ventajas que obtenemos cuando integramos los aspectos discordantes de nuestra personalidad. No obstante destacar que al formar parte de “Las mil y una noches” el lector se siente decepcionado al no tener el final esperado. Está realizado así para dar continuidad a las siguientes noches.
“Los tres lenguajes” aporta al niño la visión de la evolución personal hasta llegar a la adolescencia, etapa en la que tiene que aprender a pensar, sentir y luchar por uno mismo, comprendiendo todos los elementos del mundo (tierra, agua y aire) y de nuestro interior (ello, yo y super yo).
En el cuento de “Las tres plumas” se desprende el aprendizaje del aprovechamiento de los recursos cuando somos capaces de atender a nuestro inconsciente. Pese a que un niño inteligente se encuentre en un entorno que le trata como a un inútil, saldrá victorioso ante situaciones novedosas para él utilizando sus recursos.
“La guardadora de gansos” enseña al niño el aprendizaje de ser uno mismo para conseguir plena autonomía y construir su propio destino.
2.4 Introducción de los cuentos y estudio de personajes:
Los personajes expresan las naturalezas dispares de las tres instancias psíquicas
(ello, yo y super-yo) encarnadas en personajes diferentes: un hada buena que representa los pensamientos generosos; los impulsos destructivos del niño son concentrados en una bruja malvada; y sus temores, a través de un lobo hambriento.
Estos personajes o son buenos o son malos, no son ambivalentes, no son buenos y malos al mismo tiempo.
Incluso, muchas veces, uno de los padres es bueno y el otro es malo (es el caso de Hansel y Gretel, o de Cenicienta, que se enfrenta a su madrastra, quien la somete a limpiar día y noche, mientras que su padre no se da cuenta de esa situación y ama a su hija incondicionalmente).
  • CAPERUCITA ROJA:
Este cuento trata los deseos agresivos y sexuales en la pubertad, las pasiones humana, y la voracidad oral.
Gracias a la violencia que expone, ayuda a niño a entender que el mundo no es fácil, que para evitar lo que temes, debes enfrentarte a ello. También advierte de que si uno se guía por el principio del placer y su yo, acabará por encontrarse con las consecuencias.
Este contrapone madurez oral del niño controlado con los instintos principales.
La niña necesitaba temporalmente desviarse del camino recto, desafiando a su madre y al super-yo, para alcanzar un estado superior de organización de la personalidad.
Caperucita roja perdió su inocencia infantil al encontrarse con los peligros que su deseos pueden acarrear.
Caperucita roja: es una niña encantadora e inocente, cuyo nombre proviene de la caperuza roja que siempre llevaba porque le sentaba muy bien, y además se la había hecho su abuelita con la que tenía un fuerte vínculo, ya que ésta en el cuento representa, aunque sin ser uno de los puntos de apoyo más importante, a su propia madre. Ambas dos son comidas por el lobo, hecho muy relevante ya que este es de gran impacto para el subconsciente de un niño.
Caperucita está dominada por el ello, a pesar de que se le advierte que no se desvíe de su camino y no se entretenga con las flores, ella no duda en hacerlo. Por una parte esto puede responder a que es infantil y despreocupada, además de que esta dominada como ya he expuesto antes por el ello, por lo que, como cualquier niño, tiene interés y curiosidad por las cosas. Pero por otro lado, se puede interpretar como que ésta no quiere llegar realmente a la casa de su abuelita. Hay que recalcar también que Caperucita sólo deja el principio del placer cuando, por ejemplo, no puede coger más flores, y es entonces cuando se da cuenta de sus obligaciones.
La casa de Caperucita no carece de nada, y ella, puesto que ha pasado ya la fijación oral, lo comparte todo con su abuelita llevándole comida.
El mundo externo no representa para ella un peligro.
Parece que está entrando en la pubertad, ya que, en unas ocasiones da la impresión de que quiere que la seduzcan (como cuando el lobo, aunque ella crea que es su abuelita, le pide que se meta en la cama con él), y en otras parece que le de miedo el enfrentarse a ello como acto de maduración (como cuanto se encuentra al lobo y le da la dirección de su abuelita, dando a entender que este se debe de ir con su abuelita porque es más madura que ella y puede afrontar lo que el lobo requiere). Esta nunca rechaza ni hace ningún movimiento para escapar u oponerse a ello.
Caperucita muestra algunos problemas cruciales que una niña en esa edad debe de resolver si las fijaciones edípticas siguen en el inconsciente, ya que harán que se enfrente a la posibilidad de ser seducida.
Tras haber sido sacada de la barriga del lobo, ya no es una niña y vuelve a la vida convertida en una doncella.
Caperucita roja externaliza los procesos internos del niño que ha llegado a la pubertad
Abuelita: es una señora mayor cariñosa y afable, aunque no es del todo cierto porque, para caperucita, ésta debería representar una figura sólida que la proteja y no lo hace, al contrario, cede a sus propias necesidades sin tener en cuenta lo que le conviene a la niña. Además la abuelita muestra su atracción hacia los hombres y se la transmite a Caperucita dándole una atractiva capa roja (que representa las emociones violentas, sobretodo de tipo sexual).
Cazador: Este representa la figura paterna, fuerte y responsable que salva a Caperucita y a la abuela de la tripa del lobo. Tiene gran importancia en el desenlace del cuento. Es un personaje atractivo tanto para niñas como para niños porque salva al bueno y castiga al malo. Este no se deja llevar por sus emociones, puesto que no mata directamente al lobo, sino que se controla y su yo vence a pesar de los impulsos de ello reprimiéndose y cortando con unas tijeras la barriga del lobo.
Lobo: es un animal mentiroso y egoísta.
Se come a la abuelita aunque ella aparentemente no le ha hecho nada, ni se ha comportado en el cuento de manera malvada, como para que este actúe de esa manera, por lo que se puede pensar que este lo hace con el fin de posteriormente poderse comer a Caperucita, ya que sino no hubiera podido. También existe una interpretación de que no se come a Caperucita en el bosque, porque primero quiere acostarse con ella.
No obstante, en otros cuentos se le trata como una metáfora por lo que pierde gran parte de su potencial ya que no deja nada a la imaginación.
Representa, además de la seducción masculina, las tendencias asociales y primitivas que hay dentro de cada uno de nosotros.
El lobo es la externalizacion de la maldad que el niño experimenta cuando actúa contrariamente a las advertencias de sus padres y se permite tentar o ser tentado en el aspecto sexual.
  • LA BELLA DURMIENTE:
En este cuento se inicia en el adolescente un tiempo de descanso y pasividad, y se encuentra caracterizado porque ayuda a que éste no se preocupe por este lago periodo, ya que posteriormente llegará la pubertad (lo que significa vuelta a la actividad). AL igual que ocurre en el cuento de Blancanieves.
Al llegar e este estado, pierde su inocencia por lo que tendrá que aprender a tener seguridad y vencer sus temores y angustias (representadas, por ejemplo, por animales).
Además simboliza también la pasividad con respecto al sexo, es decir, que en él se da a entender que no hay que tener prisa respecto al sexo, y que no por esta espera las relaciones serán menos satisfactorias.
A parte de las connotaciones y símbolos sexuales, las asociaciones más importantes que representa en el inconsciente del niño se refieren a la menstruación(la “maldición”que sufre la muchacha y el muchacho aunque de distinta forma), observándose en el cuento al caer en un profundo sueño, que se produce como defensa a un contacto sexual prematuro. Al esta alcanzar la plena madurez sexual y, con ello, los 100años de maldición, estará lista para su pretendiente. Aunque este prolongado letargo también tiene otras connotaciones. Al igual que pasa en Blancanieves, que en el ataúd de cristal (o cama en el otro caso) este periodo que el adolescente sufre, es solo eso, un sueño.
Este produce en el niño, por un lado, el logro de la identidad y concordancia entre el ello, el yo, y el super-yo (en la edad temprana del niño), y por otra, una concepción mayor y más rica que se convertirá en el logro de la armonía con el otro para que ambos vivan felices (a partir de la pubertad).
Por lo tanto, este cuento trata, fundamentalmente, el desarrollo de una mujer (autorrealización, menstruación, enamoramiento, relaciones, etc.), en el que el punto culminante para esta es el periodo de letargo (sin el no llegara a conseguirlo).
La bella durmiente: es una adolescente, cuyos padres intentan detener su florecimiento sexual, aunque este se desarrolle inevitablemente, y se encuentra simbolizado en este cuento por todos los años que la muchacha se encuentra “dormida” (que son el proceso de maduración desde el despertar sexual hasta la unión con el príncipe. No obstante, hay que detallar que generalmente en los cuentos de hadas esta unión significa más bien una conjunción de mente y espíritu en la pareja, que una unión de deseo puramente sexual).
La madre: es un personaje verdaderamente importante, pues se representa como la(s) hada(s); está disociada en su aspecto bueno y malo.
La madre (o madrastra) se utiliza en el cuento como una representación del mal, con el fin de que este sea eliminado para que así se desarrolle el bien y, con él, la felicidad.
El príncipe: este es el amante que da el beso a la bella durmiente, el cual rompe el hechizo, produciendo el paso de doncella a mujer.
  • LA CENICIENTA:
Trata la esperanzas y angustias que producen la rivalidad fraterna, en la que aparece el triunfo de la heroína rebajada por las dos hermanastras que abusan de ella.
En la Cenicienta, como en otros cuentos de hadas, permite explicar y aceptar los problemas que uno no desearía que existiera entre los hermanos, representados como hermanastros, aunque también puede generar sentimientos positivos, como en “los dos hermanitos”.
Además Cenicienta no recibe ninguna gratificación, cada vez se le exige más y más, por lo que es niño lo plasmará en su propio conflicto aunque la posición con sus hermanos no parezca dar motivo para ello.
Aquí se ve representado el complejo de Edipo, en el que la niña se siente celosa al no poder estar con su amante (padre).
Este cuento es tan simple como Caperucita, pues trata de los sufrimientos que la rivalidad fraterna origina, la realización de los deseos, del triunfo de todo lo humilde, del reconocimiento del mérito aunque se encuentre oculto (como en Cenicienta con harapos), de la virtud recompensada y del castigo malvado, aunque debemos añadir que a pesar de todo este contenido superficial se encuentran muchos otros detalles que ayudan a nuestras asociaciones inconscientes.
Esta historia pertenece, como ya e expuesto antes, al tipo de historias en las que el niño se jacta de los que se dice realmente en el cuento pero no quiere contarlo, ya que algunos niños al comienzo de leer la obra piensan que los que le sucede a Cenicienta se lo merece pues éstos opinan igual de sí mismos, aunque no quieren que nadie lo sepa y así en el desenlace, cuando la heroína sale airosa del conflicto estos esperan que les suceda lo mismo.
Uno de los mayores atractivos de este cuento es la confianza que nos da la sinceridad de Cenicienta, pues el niño, así, pretende que creamos en la suya.
Cenicienta: es degradada y menospreciada tanto por sus hermanas (rivalidad fraterna) como por su madre. Aunque no se nos muestre que quiera que desaparezca su madre o madrastra, la historia ya la plantea como la mala y el objeto que la tendrá que vencer para que, finalmente se desarrolle el final feliz.
Madrastra: esta se presenta como con dos dualidades: un personaje bueno, y malo.
El primero responde a que Cenicienta la ve como la madre que nunca murió, buena y bondadosa, y el segundo como la posterior mujer que engañó a su padre para casarse con él y la cual le amarga la existencia superponiendo sus principios y los de sus hijas (las hermanastras) a los suyos propios.
Hermanastras: la función de estos personajes es que el niño no se sienta culpable al desear que les ocurran las cosas malas que él desea a sus hermanastras, puesto que estará totalmente justificado al ser estas crueles y despiadadas.


Algo Cambio: Cool hunters

FENOMENOS URBANOS: UN "OFICIO" QUE VIENE DEL EXTERIOR Y AHORA CRECE EN BUENOS AIRES.
Cool hunters, los jóvenes que andan por la Ciudad cazando tendencias

Trabajan para agencias de publicidad o en empresas de productos de consumo masivo. Y recorren las calles detectando comportamientos. Con esos datos se puede definir una campaña o nuevos negocios.

Cámara digital en mano, anotador y birome, una analista de tendencias urbanas registra sus movimientos y concluye. "Hay una vuelta a la naturaleza, con productos que apelan a los sentidos y alimentos funcionales que benefician a la salud. Comer rico, sano y rápido es lo que se busca", define la Licenciada Mariela Mociulsky, psicóloga con estudios de posgrado en investigación de mercado al frente del Área de Tendencias de la consultora CCR. Una de sus tareas: cazar modas urbanas.

Con el radar alerta, los cool hunters —cazadores de tendencias— se multiplican por la Ciudad rastreando hábitos de consumo y estados de ánimo en plazas, bares, recitales, tiendas de diseño, peloteros y canchas de fútbol. Relevan información valiosa: con estas percepciones, las empresas elaboran campañas publicitarias y definen pautas de consumo, entre otras cosas.

El término aún suena novedoso en Buenos Aires, aunque en Europa y Estados Unidos se escucha fuerte desde hace tiempo. Según Richard Welch, analista de tendencias culturales y director general
de Crystal —una empresa que recopila la información de 35 ciudades del mundo a través de 180 cool hunters—, Buenos Aires está en la categoría A, que incluye a "los lugares más influyentes de acuerdo
a su producción de tendencia o cultura global". Comparte el podio junto a Berlín, Nueva York, Tokio y Londres. Le siguen, en la categoría B, Caracas, Miami y Roma. Y en la Cse ubica, entre otras, Punta del Este.

Jueves por la tarde, Galería Ruth Benzacar, Florida al 1000. Bianca Monti y María Lucila D'Amico recorren la muestra de fotos de Marcos López. Se detienen frente a una mujer carnicera, con su
delantal enchastrado de sangre y un cuchillo en la mano. "Las barreras entre lo femenino y lo
masculino se están corriendo, la tendencia es que se abre el juego, que las mujeres también pueden estar en el lugar de los hombres", ensayan, con sus 21 años.

Estudian publicidad en la Escuela Superior de Creativos Publicitarios, que este año estrenó una
alianza con CCR para realizar 25 pasantías. "Queremos formar un equipo de jóvenes que pueda
salir a pescar los códigos de la Ciudad y que le puedan dar sentido a lo que ven", señala Mociulsky. "Para mí es natural analizar y procesar la información. Ojalá se convierta en un oficio", sueña D'Amico, jeans de tiro bajo, zapatillas de marca, remeras superpuestas. En "La Escuelita", así se la conoce entre los publicitarios, la matrícula aumentó un 17% en 2005. "El descubrimiento, la anticipación y el análisis
de tendencias tendrán un espacio exclusivo a partir de 2006 en materias específicas", apunta Adriana Amante, la directora.

La formación de estos recolectores de usos y costumbres también es materia de estudio en la Universidad de Palermo. "En mi cátedra de Diseño de Indumentaria, establecemos sistemas de relevamiento donde los alumnos investigan tribus urbanas consolidadas, emergentes y latentes para luego armar su propia colección", explica Gustavo Lento.

Nestlé, Fargo, Coca-Cola, Sprite, Nobleza Piccardo, Lucky Strike, MTV y Levi's, entre otras, contratan los servicios de los cool hunter. ¿De dónde sale el nombre? Lo creó la revista New Yorker en 1997 para describir el trabajo de Dee Dee Gordon, la pionera en esta especialización, que cruzaba todos los datos obtenidos y los volcaba en su agencia de tendencias Look-Look. Aunque cool en inglés significa "calma", refiere a una expresión cultural ligada a la raza negra como forma de autoexpresión.

¿En qué se traducen estas manifestaciones callejeras? "Se inspira diseño, contenidos de publicidades o consumos culturales, desarrollo de nuevos productos y mayor acercamiento a los segmentos a los que se dirigen las empresas, que cada vez están más interesadas en tener una guía de la sociedad argentina para accionar programas de responsabilidad social. Por eso no nos quedamos sólo en el retrato de los segmentos con poder adquisitivo. Estamos iniciando un curso de cool hunters para poblaciones de bajos recursos", apunta Mociulsky (ver recuadro).

La agencia de publicidad Young & Rubicam suele apelar a estos informes para armar su propia base
de datos y "utilizarla para todas las cuentas", comenta Clarisa Caraballo, supervisora del Departamento de Marketing. Los escenarios porteños que marcan tendencia, como lanzamientos, eventos, desfiles y muestras de arte también son observados por el equipo de periodistas, sociólogos, diseñadores y músicos que reportan para la agencia Ogilvy. "El espíritu es recorrer circuitos tradicionales y no tradicionales", dice Mariana Bricchetto, directora de Planning Argentina.

Una de las pioneras que rastrea tendencias en las calles porteñas es Kiwi Sainz. Entre sus últimas pesquisas, detectó para una marca de helados "la importancia que tenía para los chicos parar en el quiosco, como un mundo de socialización". La caída del consumo de alcohol en Capital, luego de la ley seca, la moda de las bebidas energizantes en los boliches y hasta la actitud de los alumnos del Buenos Aires y el Pellegrini también es materia de estudio de estos analistas.

Jueves por la noche. Otra vez Florida. Bares, shopping, espectáculos en la calle. Las antenas de las cool se orientan hacia una perfumería que promociona la última fragancia de Valentino con una modelo seidesnuda soplando plumas rojas dentro de la vidriera. Concentrada en su baile sensual, quizá nunca se entere de que se convertirá en la musa inspiradora de una nueva forma de comunicar productos, ideas, conceptos....CAMBIOS