Yo estaba recién llegado. Hacía ocho años que no entraba en Buenos Aires.
Nadie sabía. Sólo el amigo que me estaba acompañando en esa primera mañana.
Fuimos en busca de mi café, el café Ramos, y no lo encontramos, o mejor dicho, lo encontramos pero ya no era. Y entonces fuimos hasta la casa donde yo había vivido, en la calle Montevideo, por el puro gusto de mirarla desde la vereda. Y en eso estaba yo, ceremonia secreta, cuando mi amigo me preguntó qué se había hecho de un cuadro que estaba colgado en mi cuarto, sobre la cama.
El cuadro era un puerto, un puerto montevideano para llegar, no para irse; y yo le estaba diciendo a mi amigo que no sabía adonde había ido a parar ese cuadro, quizá perdido como tantas otras
Y yo me dije: "He vuelto sin haberme ido".
Los jamases
Me faltaron personas, amigos que ya no están en Buenos Aires ni en ninguna parte. Desaparecieron. Los desapareció la santa inquisición de los militares, el exorcismo de sangre contra el porfiado diablo de la rebeldía popular.
Y me faltaron lugares. El Bachín ya no estaba donde antes estaba y un pedrerío me esperaba en lugar del viejo mercado donde yo solía ir a ver aromas y respirar colores. Me quedé con las ganas de la sopa de pescado en la esquina de casa, donde ya no están los vascos; y supe que ya no habrán fuentes de caracú ni madrugadas en El Tropezón.
La Herencia
Encontré la moneda nacional reducida a un espejismo. Con un billete de un millón de pesos pagué el diario y el tipo del quiosco no se desmayó.
En el diario leí que la tasa de interés acababa de subir medio punto en Estados Unidos, medio punto nada más, cosa de nada, y ese humilde medio punto aumentaba en 250 millones de dólares la deuda externa argentina. Mala noticia, pensé, para los millones de trabajadores que tienen que pagarla. Excelente noticia, en cambio, para la minoría que guarda en bancos norteamericanos las ganancias arrancadas al país en todos estos años y que todavía dedica a la especulación sus días y sus insomnios.
Para bajar los salarios a la mitad, la dictadura tuvo que multiplicar la deuda por seis. Sin una cosa, no era posible la otra. Es mucho y caro el combustible de la máquina del terror. Y mientras tanto, volaban los dólares. Igual que en Chile, igual que en Uruguay: los amos de afuera te prestan lo que te roban los amos de adentro; y después tenés que pagar el garrote que te golpea y el lujo que te humilla. Robin Hood al revés, rey Midas en negativo: un sistema que roba a los pobres para dar a los ricos y que convierte en basura todo lo que toca. Luchar por cambiarlo, ¿no es lo que merece y exige el buen oxígeno de la democracia, para que ése buen oxígeno siga siendo y sea más? Quien eso cree, ¿es sospechoso de terrorismo o gil a cuadros? Quien eso dice, ¿atenta contra la democracia y el buen gusto?
El túnel del tiempo
Amigos de hace treinta años, de cuando yo estrené los pantalones largos en las manifestaciones callejeras, me estaban esperando en Montevideo. Hacía once años que no los veía, y desde entonces había llovido mucha ceniza sobre el Uruguay. La tortura se había convertido en costumbre, la solidaridad en delito y la delación en virtud; la mentira y la desconfianza se habían hecho necesidades cotidianas y el miedo y el silencio, modos de vida. Pero no bien los vi supe que esos viejos amigos seguían siendo capaces de indignación y de asombro y de chiquilín entusiasmo, y que ahora tenían todas las edades a la vez.
Busqué algunas placitas de mi infancia, que eran de puro pasto, y las encontré tapadas de cemento. La dictadura uruguaya, que sueña con un mundo quieto, adora el cemento. Y con toda razón desconfía del pasto y de cuanto crece y se mueve. Con toda razón odia a los jóvenes.
Los muchachos se asoman a un país arrasado, donde encontrar trabajo resulta una hazaña y sobrevivir un milagro, pero no asisten de brazos cruzados a la desgracia nacional. El sistema quiso castrarlos, y ellos son los más fecundos. Quiso callarlos, y son los más decidores. Fracasaron quienes prohibieron el agua porque no pudieron, porque nadie puede, prohibir la sed.
Eduardo Galeano